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El país de los universitarios suicidas

Juan Luis Ramírez [@juanlurv].- ¿Qué tipo de escuela soñamos? Parece una pregunta fácil, en la que podría haber mucho consenso, pero si pensamos un poco, seguramente sea una pregunta con una respuesta mucho más complicada de lo que parece a primera vista.

Quizá podríamos estar de acuerdo en que la escuela soñada sería aquella en la que todos los alumnos aprendieran de la mejor forma posible. Y he aquí el quid de la cuestión: ¿cuál es esa mejor forma posible? Indudablemente, ni todos los alumnos aprenden igual, ni lo hacen de la misma manera. Y de esta realidad, surgen varios modelos de escuelas, muy diferentes entre sí, y que podríamos resumir, de forma generalizada, en dos:

  • El modelo de escuela selectiva, que separa y clasifica a los alumnos en función de su capacidad, y en el que se considera que sólo los mejores pueden aprender realmente. Este modelo centra su objetivo en la transmisión de saberes, que el alumno debe retener a cualquier precio, para reproducir luego en las pruebas de evaluación. Es, por supuesto, un paradigma altamente competitivo, en el que no sólo compiten sus alumnos entre sí, sino que esta competición se extiende también a los alumnos del resto de escuelas. La escuela selectiva prefiere calificar antes que evaluar, ya que esto último supone reflexionar sobre el proceso de enseñanza-aprendizaje y reorientarlo en la medida de lo posible, algo que no tiene cabida en este modelo.
  • El modelo de escuela inclusiva, que pone el foco en el desarrollo personal y social de todos sus alumnos, que cree firmemente en el principio de que todos ellos pueden aprender, y que se esfuerza en que todos adquieran hasta el máximo de sus posibilidades las habilidades necesarias para ser (persona), vivir (de forma autónoma), y convivir (en sociedad). La escuela inclusiva evalúa no sólo el aprendizaje de sus alumnos, sino también los procesos que tienen lugar en el aula, y no se centra únicamente en el resultado final.

Optar por uno u otro modelo es una decisión fundamental. Se trata de decidir qué tipo de sociedad queremos construir y qué valores transmitiremos a las futuras generaciones. Utilizando el símil de Pere Pujolàs[1], tenemos que elegir entre una escuela que ofrece un “menú para todos”, o una escuela que es capaz de adecuar el “menú general” para que todo el mundo pueda comerlo.

Pocos días atrás, junto con el grupo de profesores participantes en la II Expedición Pedagógica organizada por la Fundación Princesa de Girona, tuve la oportunidad de visitar el TeamLabs de la Universidad de Mondragón. Allí, uno de sus fundadores, Jose Mari Luzárraga, nos contaba que sistemas con un alto rendimiento de sus alumnos, como el chino o el coreano, basados en el modelo selectivo, eran también sistemas que llevaban a muchos de esos alumnos al suicidio, hasta el punto de que Corea del Sur es conocida como el país de los universitarios suicidas. ¿Es eso lo que queremos para nuestros hijos y alumnos?

En la Fundación Victoria hemos optado por el segundo modelo: el inclusivo. Un modelo que pretende educar personas libres, responsables, con espíritu crítico y respetuosos con las diferencias. Todo ello enmarcado en el mensaje transformador de Cristo. Nuestro objetivo no es formar ciudadanos competitivos, sino competentes y cooperativos, que lleguen a aprender cuanto puedan y pongan sus saberes al servicio de la comunidad, para alcanzar metas comunes y mejorar la sociedad en que viven.

Sin embargo, todo esto necesita ser concretado en el aula. El desafío consiste en encontrar y aplicar una metodología que permita a más alumnos un mayor número de aprendizajes. Para ello, habrá que diseñar una amplia variedad de escenarios educativos, en los que nuestros alumnos puedan desarrollar activamente sus capacidades y talentos, y con la cooperación como un valor esencial, la piedra clave sobre la que edificar la bóveda de nuestro modelo educativo.

Por tanto, podemos decir que una metodología irrenunciable en este modelo inclusivo es el aprendizaje cooperativo. No hablamos de “trabajo en grupos”, sino del uso didáctico de equipos reducidos en los que los alumnos trabajan juntos para maximizar su propio aprendizaje y el de sus compañeros. Su horizonte es que todos los alumnos desarrollen al máximo nivel sus capacidades, y entrenen además aquellas en las que son menos competentes. Favorece así la inclusión de un modo que, hasta ahora, no habíamos conocido.

No es sólo una metodología de aprendizaje de contenidos, también entrena habilidades sociales y la adquisición de valores, como la responsabilidad, la comunicación, la solidaridad y el trabajo en equipo, por parte del alumnado. Al mismo tiempo, el cooperativo (contra lo que pudiera parecer) fomenta en gran medida la responsabilidad y la autonomía individuales.

Como complemento ideal del aprendizaje cooperativo nos encontramos con el aprendizaje basado en proyectos, en el que el que el alumno adquiere conocimientos, habilidades y actitudes a través de situaciones de la vida real y se convierte en protagonista de su propio aprendizaje mediante la elaboración de proyectos que dan respuesta a dichas situaciones.

Esto supone una transformación radical del papel del docente, que ya no se va a limitar a la simple exposición de contenidos. Ahora, la función principal del profesor es diseñar la situación de aprendizaje que permita a los estudiantes desarrollar el proyecto: crear materiales, gestionar el trabajo cooperativo, proporcionar fuentes de información, resolver las dificultades que vayan surgiendo, facilitar el aprendizaje de sus alumnos y evaluar continuamente el proceso.

Por supuesto, no son las únicas metodologías que pueden ayudarnos a seguir construyendo el modelo inclusivo de escuela que pretende la Fundación. Pero del resto, ya hablaremos más adelante…

[1] Pere Pujolàs, Aprender juntos alumnos diferentes, Octaedro 2017 (2ª edición)